Abandonados por la institucionalidad y entregados a los caprichos de los grupos armados ilegales, los extranjeros padecen la guerra y la violencia lejos de su país. No existen cifras oficiales sobre la magnitud del reclutamiento forzado ni sobre su participación en situaciones donde no se los reconoce como víctimas.
Por: Bram Ebus, International Crisis Group y La Liga Contra el Silencio / Crédito de la foto de portada @ANASOPHIA.OCAMPO
“Parte de la población migrante es víctima del conflicto armado en Colombia,” dice Andrés*, un venezolano de 22 años que decidió dejar su tierra, el estado agrícola de Mérida, en los Andes de ese país, en busca de sustento. Andrés no esperaba que un grupo guerrillero abogara por sus derechos laborales cuando terminó en una finca cocalera en el Sur de Bolívar, del lado colombiano. Integrantes del Ejército de Liberación Nacional (ELN) comunicaron a los raspachines venezolanos que debían alertarlos si los finqueros no les pagaban su sueldo.
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Por 30 mil pesos diarios Andrés jornaleaba en los cultivos de coca. Las circunstancias no eran fáciles. “En Venezuela nunca me imaginé una finca en un estado tan deplorable”, se queja. Sin luz y con un colchón que se sentía como una tabla la pasó mal, pero a diferencia de lo que vivía en Venezuela, en esta finca cocalera tenía alimentación y un lugar para dormir. “Las condiciones son peores que en Venezuela. La única diferencia es que en Venezuela no tenemos nada que comer, pero en Colombia sí”, dice.
Pero no todos los venezolanos reciben una bienvenida por parte de los grupos armados y un ambiente relativamente seguro en medio de las economías ilícitas. “Mucha gente [venezolana] cree que se firmó la paz y eso fue el fin del conflicto y no saben que de pronto se están metiendo en territorios en los que todavía hay grupos armados de diferentes tipos”, explica Ligia Bolívar, investigadora sobre migración del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), en Venezuela.
Dos jóvenes venezolanos fueron asesinados en el pueblo fronterizo de Tibú en octubre de 2021, tras ser señalados de robar en tiendas. La Policía atribuyó el crimen a disidentes de las FARC. Sus cuerpos, encontrados en un camino del pueblo, llevaban carteles con la palabra “ladrón”. Al otro extremo de Colombia, en poblaciones como Argelia y El Plateado (en la zona rural), en Cauca, un grupo de venezolanos fue obligado a abandonar una zona cocalera a fines de 2020, cuando el ELN comunicó sus órdenes en un panfleto.
De los más de seis millones de venezolanos migrantes que escaparon de la crisis humanitaria, 2,5 millones están en Colombia, el país que más venezolanos ha acogido. Colombia se mostró como benefactor de la población migrante y refugiada al ofrecer un permiso de protección de 10 años con derecho al trabajo, salud y educación. Por eso recibió elogios del papa Francisco, y del director de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), Filippo Grandi.
Pero no todos los migrantes y refugiados lograron acogerse a los beneficios. Quienes cruzaron la frontera sin papeles, migrantes que no pueden aportar pruebas válidas sobre su ingreso al país antes del 31 de enero 2021 (un requerimiento para acogerse al Estatuto Temporal de Protección, ETPV, el más reciente programa de regularización impulsado por Colombia), sobreviven en la informalidad y la irregularidad. En Colombia, donde casi la mitad de la fuerza laboral está en el sector informal, no sorprende que los migrantes nutran esa estadística. Un 90 % de los trabajadores migrantes se encuentran en el sector informal.
Sin conocimiento de las reglas no escritas que rigen en zonas de conflicto, en áreas minadas y en lugares con altos índices de reclutamiento forzado, los venezolanos han sido captados por el conflicto armado colombiano, atrapados en las dinámicas violentas y las disputadas de los grupos armados por el control de las economías ilícitas en territorios estratégicos. El año 2021 ha sido el más violento (con el mayor número de masacres y desplazamientos forzados masivos) desde la firma del Acuerdo de Paz.
De la crisis en Venezuela al conflicto en Colombia
Dos ojos disgustados miran encima de dos tapabocas colocados uno sobre el otro. Fernando*, un joven migrante de 23 años, está esposado en una estación de Policía en el Bajo Cauca antioqueño, un edificio con mallas protectoras y paredes con agujeros de bala. Fernando fue reclutado forzosamente por Los Caparros, un Grupo Armado Organizado (GAO). El primer día le afeitaron y cortaron el cabello y le dieron un camuflado. “De una vez, sin táctica, sin nada, me entregaron un armamento, un lanzagranadas [M79]”, dice.
Fernando estudió Ingeniería Petrolera en Venezuela, pero no terminó y decidió emigrar. Después de realizar una larga ruta, empezando por Arauca y Casanare, fue abandonado por una tractomula en el Bajo Cauca a inicios de 2020. Él y un compañero de viaje fueron reclutados. Desconocían la complejidad de la zona y la prohibición de los grupos armados de transitar durante las noches.
El bloque de Los Caparros que reclutó a Fernando tenía entre 70 y 80 miembros, divididos en tropas de unos 10 combatientes. Había otros seis venezolanos. Los siete meses que integró el grupo armado y los enfrentamientos en los que participó contra el Clan del Golfo y el Ejército colombiano, marcaron a Fernando para siempre. Además, debían soportar regaños y golpes del comandante y advertencias intimidantes de lo que pasaría si intentaban desertar: “Unos paisanos suyos intentaron lo mismo y resultaron muertos”, recuerda que le decían.
La situación empeoró cuando lo culparon por la pérdida del silenciador de un arma; los problemas internos se agravaban. “O seguía o moría”, explica. “Yo decidí seguir, para encontrar una salida”. Fernando habla de varias deserciones mientras la desconfianza dentro del bloque aumentaba.
A mediados de 2020 llegó su momento: Fernando decidió desertar. Recuerda que escapó una noche que se le hizo muy larga; que iba escondiéndose en las veredas con la ropa llena de barro, por el monte y entre potreros. En la madrugada se encontró con un grupo del Ejército y se entregó. Los soldados aprovecharon el momento para intentar sacarle información. Fernando les apoyó y encontraron una caleta. “¡Yo les ayudé!”, explica, pero lo presentaron como un capturado, y luego le imputaron porte ilegal de armas. “Hicieron un falso positivo”, reclama el joven venezolano. Fernando habla de su detención arbitraria, frente a un policía que se encuentra inmerso en un juego en su teléfono.
El caso de Fernando no es único, pero sin registros oficiales la magnitud del reclutamiento forzado de venezolanos en Colombia queda invisibilizada. Abandonados por la institucionalidad y entregados a los caprichos del crimen organizado y grupos armados, no existen cifras de migrantes y refugiados que literalmente caminaron hacia los peores problemas de Colombia.
Según la Ley de Víctimas 1448 del 2011, independientemente de la nacionalidad o el estatus migratorio, se consideran víctimas a las personas “que hayan sufrido un daño como consecuencia de infracciones al Derecho Internacional Humanitario o de violaciones graves a las normas internacionales de Derechos Humanos, ocurridas con ocasión del conflicto armado interno”.
Pero los migrantes no suelen entender la legalidad del conflicto. “Esta población desconoce que tiene derecho a recibir orientación, protección y reparación en el caso de varios hechos victimizantes asociados al conflicto”, dice Irene Cabrera, profesora de la Universidad Externado y experta en conflicto, seguridad y movilidad humana. “Las vulneraciones ocurren en zonas muy apartadas donde no llega la institucionalidad, y deben desplazarse para denunciar o recibir atención”, explica.
También la representante de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), la francesa Mireille Girard, reconoce que los venezolanos sufren de violaciones dentro del contexto del conflicto interno en Colombia. “Pueden encontrarse doblemente afectados como víctimas de desplazamiento forzado a través de las fronteras y al interior de Colombia. Es importante que sean reconocidos como víctimas del conflicto interno y que puedan acceder a medidas de reparación como otras personas internamente desplazadas”, explica.
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Con información de Liga Contra el Silencio
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