Los sueños prestados de los chamos venezolanos

noviembre 04, 2022

La salud mental es un derecho que no se le garantiza a la población colombiana, mucho menos a los niños, niñas y adolescentes migrantes venezolanos, quienes se enfrentan a condiciones especiales de vulnerabilidad en zonas disputadas por grupos armados ilegales. Testimonios de seis de ellos, en una comuna de Bello, Antioquia, retratan sus miedos, afectaciones y necesidades diferentes de protección que el Estado colombiano aún no brinda.

Por: Constanza Bruno / Ilustración: Por: Alejandra Cala Vergel

Es sábado de gallera. Desde las terrazas y balcones de las casas se escucha el estruendo de la música, el cacareo y el bullicio de los apostadores. Afuera, un grito de amenaza: “Me pagas o te mueres”. Mientras los vecinos se asoman para ver quién es el nuevo amonestado, Ítala*, inútilmente, retira a Gala (7 años) y a Germán (4 años) de las ventanas y les ordena ver televisión. Sus hijos acababan de ver que el líder de “la huerta” (le llaman así porque controlan por manzanas o calles) apuntaba con un arma a un vecino venezolano que no pudo pagar los 50 mil pesos mensuales por el consumo de agua y energía. Aquí, en Altos de Niquía Camacol, en Bello, Antioquia, no cobran las Empresas Públicas de Medellín (EPM), sino Los Pachelly, una banda criminal que desde hace tres décadas opera en varios barrios vecinos. 

Bello es en Antioquia uno de los mayores receptores de desplazados de otros departamentos afectados por el conflicto armado (55.955 personas en los últimos 17 años), y al mismo tiempo expulsa por el conflicto urbano que existe en el Valle de Aburrá, con graves vulneraciones a los derechos humanos (9.702 personas desde 1985 hasta agosto de 2019), según el Registro Nacional de Información de la Unidad para las Víctimas (UARIV). Sobre el número de venezolanos asentados en Bello, datos de Migración Colombia indican que hasta febrero de 2022 se contabilizaron 32.071. Este municipio, después de Medellín, es el segundo con más migrantes en Antioquia.

Gala, Germán y su madre Ítala, integran la población venezolana asentada en los diferentes barrios que componen las doce comunas de Bello; una de ellas es la siete, donde están ubicados los sectores Altos de Niquía Camacol y Altos de Quitasol, enclavados al pie de las faldas del cerro Quitasol. Los vientos de paz en esta zona fueron ahuyentados a finales de 1970, tras la conformación de pandillas juveniles, que durante el auge del narcotráfico en los ochenta se pusieron al servicio de las “oficinas de cobro” establecidas por organizaciones criminales. Así se convirtieron en bandas sicariales subcontratadas para fortalecer la “territorialización local del crimen” implementada por el Cartel de Medellín al mando de Pablo Escobar, según el Centro Nacional de Memoria Histórica.

Desde entonces, Altos de Niquía Camacol, Altos de Quitasol y todos los sectores de Bello han sido controlados por grupos criminales locales (entre ellos, Los Pachelly) asociados a organizaciones ilegales que participaron en el conflicto armado, como el Bloque Cacique Nutibara de las Autodefensas Unidas de Colombia (a mediados de 1990); las cuales, para contener el avance del ELN, cobraron muchas vidas; las AGC (2011), que a su vez servían al Cartel de Sinaloa de México, comprador de la droga que se produce en Antioquia para exportación, fortaleciendo así una alianza criminal en todo el Valle de Aburrá; y el bloque Virgilio Peralta Arenas, también conocido como “Caparrapos” o “Caparros” (que opera en la actualidad), según lo establece la Defensoría del Pueblo en su Alerta Temprana N° 036 del 2 de septiembre de 2019.

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